Ya eran las 9 de la mañana cuando desperté, con el trasnoche del día anterior me había quedado dormido una hora más de la que tenía presupuestada, puesto que según mis cálculos debía salir a las 9 de la mañana y así poder llegar fácilmente a las 12 a la rampa de Caleta La Arena, primera parada a 45 kms de la casa de mi buen amigo Pedro, el cual por supuesto se había levantado para acompañarme en ese último día de civilización. Me duché, tomé desayuno y comencé a cargar lo que me quedaba en América, mientras en la cocina, Anita, la nana de la casa, y Pedro me preparaban unos sándwiches como último regalo antes de desaparecer en la carretera. Tuve todo listo a eso de las 10:15 de la mañana del día 9 de Enero, cuando acompañado de sus 5 perros Pedro me despedía desde la puerta de su casa.
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El punto de no retorno. |
Comencé a pedalear, sabiendo que ya no había vuelta atrás, el punto de no retorno de mi viaje había quedado ya, en esa reja que se cerraba, dejando mi vida citadina de lado, y lanzándome a la verdadera aventura. Encendí mi reproductor de música y el GPS de mi Tablet, el cual registraría ese primer día de avanzada.
La mañana estaba nublada y lloviznaba un poco, sin embargo sabía que luego de un rato el cielo se despejaría, la llovizna no solo estaba en el ambiente, sino también en mis ojos, mientras pedaleaba en mi reproductor se escuchaban los primeros acordes de una canción de Chancho en Piedra:
“Salir, volar, cambiar,
dale tiempo al ocio, con la vida del oso,
ve a concretar los sueños que algún día quisiste lograr…”.
Y eso era justo lo que estaba logrando, cumplir un sueño de hace un año, que me estremecía y me sacaba de mis cabales, el llanto que salía de mis ojos no era tristeza, sino felicidad pura, era la primera vez que lloraba de felicidad, nunca antes había sentido algo así, mi piel se erizaba (Y lo sigue haciendo cada vez que recuerdo ese momento) y me sentía uno solo con el viento, con la marea, con los pájaros, con la carretera y con América.
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Postal antes de Caleta la Arena 1 |
Luego de ese momento de conexión con lo que estaba haciendo, debía volver a la matemática fría de la ruta, me esperaban, según mis cálculos, 85 kms hasta Hornopirén, los primeros 55 serían de pavimento, y los siguientes 30 eran de ripio, el cual ya conocía anteriormente, eso sí, desde la comodidad de un automóvil. Los primeros 45 kms hasta la rampa de Caleta La Arena fueron fáciles, a 22,5 kms/hr promedio, me sentía exelente, a pesar de haber salido una hora más tarde de lo presupuestado, llegue a las 12 del día a Caleta la Arena.
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Postal antes de Caleta La Arena 2 |
Desde Caleta la Arena a Puelche son aproximadamente 35 minutos, dependiendo de la marea y otras situaciones, aquí fue donde conocí a las primeras personas nuevas en mi viaje, el primero fue un hombre que me había tocado la bocina más atrás en el camino, llevaba unas bicicletas atrás de su camioneta, por lo que me había caído en gracia, intercambiamos un par de palabras diciéndome que un hijo y sus amigos también iban a realizar la Carretera Austral y que por eso llevaba las bicicletas, nos despedimos deseándonos suerte. La segunda persona que conocí fue un hombre, también, el cual iba mochileando (Autostop) desde Puerto Montt hasta donde lo llevara el destino. Me comentaba que le gustaba acampar fuera de los pueblos y conectarse con la naturaleza, comentamos cosas de la ruta y compartimos un almuerzo improvisado arriba de la barcaza, que ya iba llegando a Caleta Puelche, nos despedimos y baje a buscar mi bicicleta, me subí a ella y comencé nuevamente a pedalear por los últimos kilómetros de pavimento que quedaban.
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Postal antes de caleta la Arena 3 |
Al salir de la rampa me di cuenta de que la distancia a Hornopirén no eran 40 kms, sino que 60, lo cual no quise creer en un primer momento, ya que me rehusaba mentalmente a hacer más de 100 kilómetros el primer día, y ya se hacían sentir en mis piernas y en mi mente los primeros 45: La bicicleta se sentía más pesada y las cuestas costaban cada vez más. Avanzados ya 10 kilómetros, si mal no recuerdo, estaba el desvío que debía tomar hacía la ruta interior, la cual me restaba 20 kilómetros con respecto a la ruta costera por Hualaihué. Los primeros metros eran pavimentados y luego de una curva comenzaba el verdadero desafío: Ripio suelto, calamina, en ascensión con una curva cerrada, la peor pesadilla de un ciclista, eran esas cuestas cada una más difícil que la anterior, producto del calor, la tierra y los autos que transitaban por la ruta. Pasaron un par de minutos y mi bicicleta se frenó, sabiendo que algo malo había pasado comencé a examinarla: La parrilla delantera, que ya me había dado problemas, se había quebrado, haciéndola caer sobre la rueda y poniendo en jaque el viaje, tuve que ingeniármelas para meter todas las cosas que llevaba adelante en la parrilla trasera, rogando que el peso no excediera el máximo que soportaba esta y que el camino no fuese tan duro como para que se rompiera, teniendo que terminara mi viaje, el día que comenzaba.
En la ruta caminé varias veces, otras más me cuestioné que hacía ahí, tan lejos de casa y haciendo algo que parecía más una tortura que un viaje. En cada uno de esos momentos el bajarme de mi bicicleta, tomar un sorbo de agua y comer algo, en caso de necesitarlo, me hacían recapacitar, volver a subirme a la bicicleta y continuar con mi viaje: Cuestionamiento, sorbo y volver. Mi paciencia y determinación se ponían a prueba en ese primer día de ruta. También recuerdo haberme quedado sin agua en un momento determinado, en un claro del bosque, lo cual comenzó a desesperarme, sin embargo recordaba haber pasado una casa hace muy poco rato atrás, por lo cual me devolví a pedir un poco de agua, ahí una mujer muy amable me trajo un poco en mi sucia caramagiola, el agua estaba muy helada y fresca. Era un impulso para los kilómetros que me quedaban ese día.
Eran las 6 de la tarde ya, llevaba casi 5 horas en ese camino infernal de ripio y tierra suelta y dos horas más anteriores. A la distancia logre divisar algo conocido: Las Termas de Pichicolo, un lugar que se encuentra a 15 kilómetros de Hornopirén, en ese momento mi ciclocomputador marcaba 85 kms recorridos. A esa altura ya me había convencido de que iba a tener que hacer al menos 100 kms en ese día, que no quedaba otra que la resignación y asumir lo que me deparaba la ruta.
Entré a las termas con el afán de poder darme un baño y así reponer energías y limpiarme un poco, sin embargo el valor era elevado para mi escuálido presupuesto, por lo que decidí tomarme un jugo natural de frutilla. En el local había un niño, se llamaba Francisco, el cual me preguntó desde donde venía, y comenzamos a tener una conversación bastante interesante acerca de bicicletas, ya que su hermano corría, también me contó que su padre tenía un camping, llamado Patagonia El Cobre, el cual se encontraba en Hornopirén, hacia el sector de la costa, que el camping poseia duchas con agua caliente y fogón, eso me basto para convencerme, ya que solo la idea de darme una ducha con agua caliente y conocer nuevas personas me invitaban a quedarme en ese lugar. Nos despedimos y comencé a recorrer los últimos kilómetros de ese día, los cuales no eran tan difíciles, producto de que habían zonas pavimentadas y otras de ripio, sumado a que todo lo que había subido durante el día comenzaba a ponerse a mi favor, una cuesta de pendiente negativa y estaría en el pueblo. No sin antes pasar por una zona de ripio suelto al final de la cuesta, lo cual me hizo perder el control de la bicicleta y volar por los aires, por suerte no me pasó nada grave, de algunas casas salieron a ver que había provocado el ruido, yo, con lo poco de dignidad que me quedaba, me levanté e hice como que nada había sucedido y continúe mi camino.
Ya me encontraba en el pueblo, y solo me quedaba encontrar el camping, recorrí un par de kilómetros y di con él: Patagonia el Cobre, atendido por Robert, su señora y sus hijos. Del camping hablaré más adelante, ya que se merece parte de la historia. Logré armar mi carpa y darme una ducha, estaba más que satisfecho, mis primeros 103 kilómetros de viaje, había logrado superar las dificultades de ese día, y Hornopirén me regalaba una de las mejores postales de mi viaje: Un atardecer en los fiordos, una comida caliente y una familia que me hacía sentir como en casa.
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Atardecer en Hornopirén |